Todo parecía un
normal aguacero con algunos truenos.
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La tarde estaba en
calma, y el cielo, como un lienzo claro oscuro, aún mostraba bastantes espacios
luminosos. Por eso, cuando comenzó a lloviznar, e incluso después de que las
nubes dispararon algunas andanadas de truenos, nadie imaginó, ni remotamente, lo
que sobrevendría al cabo de unos minutos.
Primero, la lluvia fue
arreciando, hasta que llegó el momento en que el cielo se caía a chorros. Luego
vinieron rachas de viento, tan intensas, que uno podía verlas mediante el
movimiento de la enorme masa de agua arrastrada a sus antojos.
Así quedó el sistema hortícola
Victoria de Playa Girón.
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Los granizos, abundantes y de
regular tamaño, se desparramaban cuales granos de arroz lanzados al gallinero.
Caía un árbol por aquí y un
poste del tendido eléctrico por allá, mientras una granja hortícola se quedaba
sin techo y la corriente de un arroyo que huía de su cauce convertía a varios automóviles
en simples barquitos de papel. Todo en relativo silencio, porque solo la tormenta
tenía voz.
En los patios, los mangos,
cansados de tantos meses de sequía y calor, bajaron a zambullirse en los torrentes, y tras ellos fueron montones de muchachos, porque hay
edades sin miedo.
Sin comentario.
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Poco a poco el vendaval fue
amainando, y cuando la vieja Elvira terminó de rezar su décimo padrenuestro ya
había cesado por completo. La ciudad de Las Tunas vivió
siglos–minutos con el corazón colgado en los hilos del viento.
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