sábado, 21 de febrero de 2015

Relaciones Cuba–Estados Unidos: ¿qué dice la historia?



Hoy, cuando algunos ilusos, ingenuos o serviles creen que el gobierno de Estados Unidos ha cambiado su agresiva política contra Cuba y sus pretensiones de estrangularla, porque ahora la imperial potencia muestra intenciones de restablecer las relaciones diplomáticas que hace más de medio siglo interrumpió vergonzosamente, es necesario recurrir a la historia.
Por eso a continuación reproduzco parte del artículo que en diciembre de 2010 me publicó el sitio digital Rebelión, con el título Que en paz descase la guerra.
Es que, como dije entonces, la historia es la historia, señores. Nadie puede cambiarla, y su juicio es inequívoco. ¿Por qué no prestar atención a lo que ella dice?
Al menos para los más de 400 millones de hispanohablantes que poblamos el mundo, agresión significa: “acto contrario al derecho de otro”, por tanto, Estados Unidos comete agresión contra Cuba desde hace cerca de dos siglos y medio.
Cuando el 4 de julio de 1776 las Trece Colonias inglesas de Norteamérica proclamaron su independencia, hacía una década que Benjamín Franklin, uno de los padres fundadores de la nueva nación, había escrito sobre la necesidad de colonizar el valle del Mississippi “para ser usado contra Cuba o México”.1
Bueno es recordar que por aquella fecha aún ni siquiera habían madurado los rasgos definitorios de la nacionalidad cubana, cuya plenitud llegó un siglo después, gracias a la Guerra de los Diez Años contra España (1868-1878).
Acorde con el ancestral espíritu hegemónico y las viejas concepciones geopolíticas de Estados Unidos, sus gobernantes comenzaron bien temprano un proceso expansionista que, al supuesto amparo del “derecho natural”, “el destino manifiesto” y otras doctrinas filosóficas, propició el crecimiento territorial del país, en perjuicio, sobre todo, de sus vecinos más cercanos.
Por ejemplo, como resultado de esa filosofía del despojo, México perdió las 945 mil millas cuadradas que hoy ocupan Texas, Arizona, Nuevo México, California, Nevada, Utah y parte de Wyoming.
Imposible olvidar que aun antes de la Declaración de Independencia, a hierro y fuego, o mediante el engaño, los indios norteamericanos fueron desalojados de sus tierras por los colonos blancos, sedientos de oro, petróleo y fértiles suelos.

Considerada uno de “los apéndices naturales del continente americano”, según expresión de John Adams, segundo presidente estadounidense, y debido a su privilegiada posición geográfica, Cuba no podía escapar a las apetencias de los geófagos del Norte.
Ya en 1805, el presidente Thomas Jefferson declaró, por primera vez oficialmente, las pretensiones de su país de apoderarse de la cercana Isla. Años después, su homólogo John Quincy Adams proclamó la tesis del “fatalismo geográfico”, la cual sirvió de base al también mandatario James Monroe para develar, el 2 de diciembre de 1823, la doctrina que lleva su apellido, cuya esencia es “América para los americanos”. O sea, para los habitantes de la gran potencia.
Tempranamente se inició también la inversión de capitales yanquis en Cuba, y no faltaron los intentos de comprarla. En tal sentido, las propuestas más conocidas son las formuladas por los presidentes James Knok Polk (1845-1849), Franklin Pierce (1853-1857) y James Buchanan (1857-1861), aunque se sabe que Andrew Johnson (1865-1869), Ulises Simpson Grant (1869-1877) y Rutherford Birchard Hayes (1877-1881) hicieron similares gestiones de compra.
Martirizados por la mano de hierro ensangrentada con que España los dominaba, al influjo de la Revolución haitiana, la emancipación de las hermanas naciones del continente y la propia independencia de las Trece Colonias, y depositarios del rico legado ético y revolucionario de eminentes precursores, como el padre Félix Varela, el poeta José María Heredia y el antianexionista José Antonio Saco, entre otros, el 10 de Octubre de 1868 los cubanos se lanzaron a la lucha redentora.
Sin más armas que el machete de las faenas agrícolas o las arrebatadas al enemigo en los campos de batalla, descalzos, harapientos, víctimas del hambre y las enfermedades, y sin ayuda exterior, los patriotas enfrentaron ¡durante 10 años seguidos! a uno de los ejércitos más poderosos del planeta en esa época, el cual, en cierto momento, llegó a contar en la Isla con unos 240 mil efectivos.
Ninguna otra nación latinoamericana luchó contra el coloniaje español en condiciones tan difíciles. Ninguno de los pueblos al sur del Río Bravo tuvo que hacer tan supremo sacrificio por la libertad.
¿Y cuál fue la actitud de los gobernantes de Estados Unidos frente a esa sublime epopeya?: el no reconocimiento de la beligerancia de los cubanos y la bochornosa confabulación con España, mediante la persecución de los emigrados que desde su territorio trataban de allegar recursos a sus compatriotas, motivo por el que fracasaron numerosas expediciones.
A tal grado llegó la hostilidad de Washington, que incluso construyó especialmente para los colonialistas españoles 30 cañoneras, cuyo empleo hizo aún más difícil el aprovisionamiento del Ejército Libertador y sus maniobras militares en puntos próximos a las costas.
Carlos Manuel de Céspedes, máximo líder del levantamiento del 10 de Octubre, considerado el Padre de la Patria y elegido primer presidente constitucional de la República de Cuba en Armas, comprendió con suma rapidez el porqué de la actuación del vecino del Norte.
Fue él de los primeros en percatarse de las pretensiones hegemónicas de la incipiente gran potencia y de lo inútil de esperar su ayuda; por eso escribió a Charles Summer Wells, presidente de la Comisión de Relaciones Exteriores del Senado de los Estados Unidos, una carta en los siguientes términos:
“A la imparcial historia tocará juzgar si el gobierno de esa República ha estado a la altura de su pueblo y de la misión que representa en América; no ya permaneciendo de simple espectador indiferente de las barbaridades y crueldades ejecutadas a su propia vista por una potencia europea monárquica contra su colonia (…) sino prestando apoyo indirecto moral y material al opresor contra el oprimido, al fuerte contra el débil, a la Monarquía contra la República (…) al esclavista recalcitrante contra el libertador de cientos de miles de esclavos.” 2
En mensaje enviado a José M. Mestre, Céspedes fue aún más explícito, pues afirmó:
“Por lo que respecta a los Estados Unidos (…), en mi concepto su gobierno a lo que aspira es a apoderarse de Cuba sin complicaciones peligrosas para su nación (…) este es el secreto de su política y mucho me temo que cuanto haga o proponga, sea para entretenernos y que no acudamos en busca de otros amigos más eficaces y desinteresados.” 3
Sabido es que Cuba luchó con sin par heroísmo contra la opresión española, no solo una década, sino durante 30 años. Y en todo ese tiempo los gobernantes norteamericanos siguieron fingiendo neutralidad mientras colaboraban con España, a la espera de que “la fruta madura”, por ley de “gravitación política”, se desgajara de España y cayera en sus manos para engullirla con malvada fruición.
José Martí, Héroe Nacional de Cuba , supo calar como nadie la entraña rapaz de la potencia del Norte, que ya en el último cuarto del siglo XIX mostraba todos los rasgos del imperialismo, sobre lo cual él alertó.
Tanto es así, que en carta a su amigo mexicano Manuel Mercado, la víspera de su caída en combate, ocurrida el 19 de mayo de 1895, planteó la necesidad de “impedir que en Cuba se abra, por la anexión de los imperialistas de allá y los españoles, el camino que se ha de cegar, y con nuestra sangre estamos cegando”, y afirmó:
“Por acá yo hago mi deber. La guerra de Cuba (…) ha venido a su hora (…) para evitar la anexión (…) a los Estados Unidos.” 4
Con paciencia, sabiduría y tenacidad, Martí aprovechó el período que él llamó “tregua fecunda” o “años de reposo turbulento” (1878-1895) para organizar la “guerra necesaria”, como también él mismo denominó la contienda iniciada el 24 de febrero de 1895 y que en menos de cuatro años condujo a la inminente derrota de España.
¿Qué hizo entonces Estados Unidos? Viendo que los días del poder español en Cuba estaban contados, y contrariamente a las públicas declaraciones del Congreso y del presidente William Mc Kinley, buscó los pretextos que creyó más atinados, siempre alegando el interés de “proteger la vida y los bienes de los ciudadanos norteamericanos residentes en la Isla”, para declararle la guerra a España, que trató de evitarla por todos los medios, sin poder conseguirlo.
Declarada la guerra y obtenida la victoria, gracias a la inestimable ayuda del Ejército Libertador cubano, al cual ni siquiera se le permitió entrar en la ciudad de Santiago de Cuba una vez liberada, el gobierno yanqui decidió ocupar militarmente el país.
Para entonces era imposible anexar el caribeño archipiélago al territorio del poderoso vecino del Norte, porque, después de 30 años de legendaria lucha, los cubanos contaban con aguerridas tropas y eran portadores de un sólido cuerpo ideológico, forjado a lo largo de casi todo un siglo y notablemente enriquecido por el pensamiento y la obra del Apóstol José Martí.
Frente a esas circunstancias, Estados Unidos implementó una serie de mecanismos económicos, políticos, militares y de la más diversa índole, que le garantizaran dominar a Cuba sin exacerbar las contradicciones con Inglaterra, Francia y otras potencias.
Había incrementado ya la inversión de capitales en las ramas básicas de la economía cubana y continuó haciéndolo; avivó las divergencias entre las autoridades de la República en Armas, pese a nunca haberlas reconocido, lo que acabó en la destitución de Máximo Gómez, General en Jefe del Ejército Libertador, la disolución del Partido Revolucionario Cubano, fundado por Martí, y la desintegración de la Asamblea del Cerro, órgano supremo de gobierno.
Puesto que España siempre prefirió entregar a Cuba antes de reconocer su bochornosa derrota a manos de un ejército guerrillero, muy inferior al suyo en cuanto a la cantidad de hombres y recursos, Estados Unidos firmó con la metrópoli ibérica el Tratado de París (10 de diciembre de 1898), a espaldas de los cubanos, verdaderos triunfadores, acuerdo mediante el cual “la fruta madura” cayó en las garras yanquis.
Luego de la evacuación acelerada de las fuerzas españolas y el traspaso de toda su propiedad inmobiliaria a manos norteamericanas, el primero de enero de 1899 comenzó oficialmente la ocupación militar de Cuba por los Estados Unidos.
William Mc Kinley, en su mensaje al Congreso, el 5 de diciembre de aquel mismo año, dejó bien clara la posición de su país al respecto:
“La nueva Cuba, al levantarse de las cenizas del pasado, necesita estar sujeta a nosotros por lazos de singular intimidad y fuerza (…) Si aquellos lazos serán orgánicos o convencionales, los destinos de Cuba están de alguna manera y forma legítima irrevocablemente ligados con los nuestros, pero cómo y hasta dónde, se determinará en el futuro por la madurez de los acontecimientos.” 5
Desdichadamente, Estados Unidos no se conformó con haberse incorporado a un nuevo reparto del mundo al desencadenar la primera guerra imperialista e inaugurar el sistema neocolonial, empezando por Cuba; tampoco le bastaron las prerrogativas que obtuvo con el Tratado de París y la ocupación militar de la Isla, sino que necesitaba atar aún más a su presa, y para ello empleó diversos instrumentos.
Suerte que los cubanos nunca olvidamos esta premonitoria frase del Apóstol de nuestra independencia: "Es criminal quien promueve en un país la guerra que se le puede evitar; y quien deja de promover la guerra inevitable."  Por eso hoy somos libres, independientes, soberanos. Suerte que ni la dirección de la Revolución, y ni siquiera las jóvenes generaciones de cubanos, se dejan confundir con los nuevos cantos de sirenas.
Los principios no se negocian: las normales relaciones entre Cuba y Estados Unidos tendrán que basarse, indiscutiblemente, en el respeto mutuo y la plena soberanía de nuestra nación, y deben empezar por la eliminación del bloqueo y la devolución de la zona ilegalmente ocupada por la Base Naval de Guantánamo.

Fuentes:
1 Miguel D´Estéfano Pissani: Historia del Derecho Internacional, desde la antigüedad hasta 1917, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1985, p. 149.
2 Carlos Manuel de Céspedes: “Carta al señor Charles Summer Wells, presidente de la Comisión de Relaciones Exteriores del Senado de los Estados Unidos”, en Hortensia Pichardo, “Morir todos o ser independientes”, Revista Bohemia, 5 de febrero de 1993, p. 64.
3 Carlos Manuel de Céspedes: “Carta a José M. Mestre”, en Fernando Portuondo y Hortensia Pichardo, Carlos Manuel de Céspedes. Escritos, t. 1, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1974, p. 84.
4 José Martí: “Carta a Manuel Mercado”, Obras Escogidas, t. 3, Editora Política, La Habana, 1981, p. 577.
5 Francisca López, Oscar Loyola y Arnaldo Silva: Cuba y su historia, Editorial Félix Varela, La Habana, 2004, p. 121.

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