Hoy, cuando algunos ilusos, ingenuos
o serviles creen que el gobierno de Estados Unidos ha cambiado su agresiva política
contra Cuba y sus pretensiones de estrangularla, porque ahora la imperial
potencia muestra intenciones de restablecer las relaciones diplomáticas que
hace más de medio siglo interrumpió vergonzosamente, es necesario recurrir a la
historia.
Por eso a continuación reproduzco
parte del artículo que en diciembre de 2010 me publicó el sitio digital Rebelión, con
el título Que en paz descase
la guerra.
Es que, como dije entonces, la
historia es la historia, señores. Nadie puede cambiarla, y su juicio es
inequívoco. ¿Por qué no prestar atención a lo que ella dice?
Al menos para los más de 400
millones de hispanohablantes que poblamos el mundo, agresión significa: “acto
contrario al derecho de otro”, por tanto, Estados Unidos
comete agresión contra Cuba desde hace cerca de
dos siglos y medio.
Cuando el 4 de julio de 1776
las Trece Colonias inglesas de Norteamérica proclamaron su independencia, hacía
una década que Benjamín Franklin, uno de los
padres fundadores de la nueva nación, había escrito sobre la necesidad de
colonizar el valle del Mississippi “para ser usado contra Cuba o México”.1
Bueno es recordar que por
aquella fecha aún ni siquiera habían madurado los rasgos definitorios de la nacionalidad
cubana, cuya plenitud llegó un siglo después, gracias a la
Guerra de los Diez Años contra España (1868-1878).
Acorde con el ancestral
espíritu hegemónico y las viejas concepciones geopolíticas de Estados Unidos,
sus gobernantes comenzaron bien temprano un proceso expansionista que, al
supuesto amparo del “derecho natural”, “el destino manifiesto” y otras
doctrinas filosóficas, propició el crecimiento territorial del país, en
perjuicio, sobre todo, de sus vecinos más cercanos.
Por ejemplo, como resultado
de esa filosofía del despojo, México perdió las 945 mil millas cuadradas que
hoy ocupan Texas, Arizona, Nuevo México, California, Nevada, Utah y parte de
Wyoming.
Imposible olvidar que aun
antes de la Declaración de Independencia, a hierro y fuego, o mediante el
engaño, los indios norteamericanos fueron desalojados de sus tierras por los
colonos blancos, sedientos de oro, petróleo y fértiles suelos.
Considerada uno de “los apéndices
naturales del continente americano”, según expresión de John Adams, segundo presidente estadounidense, y debido a su
privilegiada posición geográfica, Cuba no podía escapar a las apetencias de los
geófagos del Norte.
Ya en 1805, el presidente Thomas Jefferson declaró, por primera vez
oficialmente, las pretensiones de su país de apoderarse de la cercana Isla.
Años después, su homólogo John Quincy Adams
proclamó la tesis del “fatalismo geográfico”, la cual sirvió de base al también
mandatario James Monroe para develar, el 2 de
diciembre de 1823, la doctrina que lleva su apellido, cuya esencia es “América
para los americanos”. O sea, para los habitantes de la gran potencia.
Tempranamente se inició
también la inversión de capitales yanquis en Cuba, y no faltaron los intentos
de comprarla. En tal sentido, las propuestas más conocidas son las formuladas
por los presidentes James Knok Polk (1845-1849), Franklin Pierce (1853-1857) y
James Buchanan (1857-1861), aunque se sabe que Andrew Johnson (1865-1869), Ulises
Simpson Grant (1869-1877) y Rutherford Birchard Hayes (1877-1881) hicieron
similares gestiones de compra.
Martirizados por la mano de
hierro ensangrentada con que España los dominaba, al influjo de la Revolución haitiana,
la emancipación de las hermanas naciones del continente y la propia
independencia de las Trece Colonias,
y depositarios del rico legado ético y revolucionario de eminentes precursores,
como el padre Félix Varela,
el poeta José María
Heredia y el antianexionista José Antonio Saco,
entre otros, el 10 de Octubre de 1868 los cubanos se lanzaron a la lucha
redentora.
Sin más armas que el machete
de las faenas agrícolas o las arrebatadas al enemigo en los campos de batalla,
descalzos, harapientos, víctimas del hambre y las enfermedades, y sin ayuda
exterior, los patriotas enfrentaron ¡durante 10 años seguidos! a uno de los
ejércitos más poderosos del planeta en esa época, el cual, en cierto momento,
llegó a contar en la Isla con unos 240 mil efectivos.
Ninguna otra nación
latinoamericana luchó contra el coloniaje español en condiciones tan difíciles.
Ninguno de los pueblos al sur del Río Bravo tuvo que hacer tan supremo
sacrificio por la libertad.
¿Y cuál fue la actitud de los
gobernantes de Estados Unidos frente a esa sublime epopeya?: el no reconocimiento
de la beligerancia de los cubanos y la bochornosa confabulación con España,
mediante la persecución de los emigrados que desde su territorio trataban de
allegar recursos a sus compatriotas, motivo por el que fracasaron numerosas
expediciones.
A tal grado llegó la
hostilidad de Washington, que incluso construyó especialmente para los
colonialistas españoles 30 cañoneras, cuyo empleo hizo aún más difícil el
aprovisionamiento del Ejército Libertador y sus maniobras militares en puntos
próximos a las costas.
Carlos
Manuel de Céspedes, máximo líder del
levantamiento del 10 de Octubre, considerado el Padre de la Patria y elegido
primer presidente constitucional de la República de Cuba en Armas, comprendió
con suma rapidez el porqué de la actuación del vecino del Norte.
Fue él de los primeros en
percatarse de las pretensiones hegemónicas de la incipiente gran potencia y de
lo inútil de esperar su ayuda; por eso escribió a Charles Summer Wells,
presidente de la Comisión de Relaciones Exteriores del Senado de los Estados
Unidos, una carta en los siguientes términos:
“A la imparcial historia
tocará juzgar si el gobierno de esa República ha estado a la altura de su
pueblo y de la misión que representa en América; no ya permaneciendo de simple
espectador indiferente de las barbaridades y crueldades ejecutadas a su propia
vista por una potencia europea monárquica contra su colonia (…) sino prestando
apoyo indirecto moral y material al opresor contra el oprimido, al fuerte
contra el débil, a la Monarquía contra la República (…) al esclavista
recalcitrante contra el libertador de cientos de miles de esclavos.” 2
En mensaje enviado a José M.
Mestre, Céspedes fue aún más explícito, pues afirmó:
“Por lo que respecta a los
Estados Unidos (…), en mi concepto su gobierno a lo que aspira es a apoderarse
de Cuba sin complicaciones peligrosas para su nación (…) este es el secreto de
su política y mucho me temo que cuanto haga o proponga, sea para entretenernos
y que no acudamos en busca de otros amigos más eficaces y desinteresados.” 3
Sabido es que Cuba luchó con
sin par heroísmo contra la opresión española, no solo una década, sino durante
30 años. Y en todo ese tiempo los gobernantes norteamericanos siguieron
fingiendo neutralidad mientras colaboraban con España, a la espera de que “la
fruta madura”, por ley de “gravitación política”, se desgajara de España y
cayera en sus manos para engullirla con malvada fruición.
José Martí, Héroe
Nacional de Cuba , supo calar como
nadie la entraña rapaz de la potencia del Norte, que ya en el último cuarto del
siglo XIX mostraba todos los rasgos del imperialismo, sobre lo cual él alertó.
Tanto es así, que en carta a
su amigo mexicano Manuel Mercado, la víspera de su caída en combate, ocurrida
el 19 de mayo de 1895, planteó la necesidad de “impedir que en Cuba se abra,
por la anexión de los imperialistas de allá y los españoles, el camino que se
ha de cegar, y con nuestra sangre estamos cegando”, y afirmó:
“Por acá yo hago mi deber. La
guerra de Cuba (…) ha venido a su hora (…) para evitar la anexión (…) a los
Estados Unidos.” 4
Con paciencia, sabiduría y
tenacidad, Martí aprovechó el período que él llamó “tregua fecunda” o “años de
reposo turbulento” (1878-1895) para organizar la “guerra necesaria”, como
también él mismo denominó la contienda iniciada el 24 de febrero de 1895 y que
en menos de cuatro años condujo a la inminente derrota de España.
¿Qué hizo entonces Estados
Unidos? Viendo que los días del poder español en Cuba estaban contados, y
contrariamente a las públicas declaraciones del Congreso y del presidente
William Mc Kinley, buscó los pretextos que creyó más atinados, siempre alegando
el interés de “proteger la vida y los bienes de los ciudadanos norteamericanos
residentes en la Isla”, para declararle la guerra a España, que trató de
evitarla por todos los medios, sin poder conseguirlo.
Declarada la guerra y
obtenida la victoria, gracias a la inestimable ayuda del Ejército Libertador
cubano, al cual ni siquiera se le permitió entrar en la ciudad de Santiago de
Cuba una vez liberada, el gobierno yanqui decidió ocupar militarmente el país.
Para entonces era imposible
anexar el caribeño archipiélago al territorio del poderoso vecino del Norte,
porque, después de 30 años de legendaria lucha, los cubanos contaban con
aguerridas tropas y eran portadores de un sólido cuerpo ideológico, forjado a
lo largo de casi todo un siglo y notablemente enriquecido por el pensamiento y
la obra del Apóstol José Martí.
Frente a esas circunstancias,
Estados Unidos implementó una serie de mecanismos económicos, políticos,
militares y de la más diversa índole, que le garantizaran dominar a Cuba sin
exacerbar las contradicciones con Inglaterra, Francia y otras potencias.
Había incrementado ya la
inversión de capitales en las ramas básicas de la economía cubana y continuó
haciéndolo; avivó las divergencias entre las autoridades de la República en
Armas, pese a nunca haberlas reconocido, lo que acabó en la destitución de Máximo Gómez,
General en Jefe del Ejército Libertador, la disolución del Partido
Revolucionario Cubano, fundado por Martí, y la desintegración de la
Asamblea del Cerro, órgano supremo de gobierno.
Puesto que España siempre
prefirió entregar a Cuba antes de reconocer su bochornosa derrota a manos de un
ejército guerrillero, muy inferior al suyo en cuanto a la cantidad de hombres y
recursos, Estados Unidos firmó con la metrópoli ibérica el Tratado de París (10
de diciembre de 1898), a espaldas de los cubanos, verdaderos triunfadores,
acuerdo mediante el cual “la fruta madura” cayó en las garras yanquis.
Luego de la evacuación acelerada
de las fuerzas españolas y el traspaso de toda su propiedad inmobiliaria a
manos norteamericanas, el primero de enero de 1899 comenzó oficialmente la
ocupación militar de Cuba por los Estados Unidos.
William Mc Kinley, en su
mensaje al Congreso, el 5 de diciembre de aquel mismo año, dejó bien clara la
posición de su país al respecto:
“La nueva Cuba, al levantarse
de las cenizas del pasado, necesita estar sujeta a nosotros por lazos de
singular intimidad y fuerza (…) Si aquellos lazos serán orgánicos o convencionales,
los destinos de Cuba están de alguna manera y forma legítima irrevocablemente
ligados con los nuestros, pero cómo y hasta dónde, se determinará en el futuro
por la madurez de los acontecimientos.” 5
Desdichadamente, Estados
Unidos no se conformó con haberse incorporado a un nuevo reparto del mundo al
desencadenar la primera guerra imperialista e inaugurar el sistema neocolonial,
empezando por Cuba; tampoco le bastaron las prerrogativas que obtuvo con el Tratado de París
y la ocupación militar de la Isla, sino que necesitaba atar aún más a su
presa, y para ello empleó diversos instrumentos.
Suerte que los cubanos nunca olvidamos
esta premonitoria frase del Apóstol de nuestra independencia: "Es criminal
quien promueve en un país la guerra que se le puede evitar; y quien deja de
promover la guerra inevitable." Por
eso hoy somos libres, independientes, soberanos. Suerte que ni la dirección de
la Revolución, y ni siquiera las jóvenes generaciones de cubanos, se dejan
confundir con los nuevos cantos de sirenas.
Los principios no se
negocian: las normales relaciones entre Cuba y Estados Unidos tendrán que
basarse, indiscutiblemente, en el respeto mutuo y la plena soberanía de nuestra
nación, y deben empezar por la eliminación del bloqueo
y la devolución de la zona ilegalmente ocupada por la Base Naval
de Guantánamo.
Fuentes:
1 Miguel D´Estéfano Pissani: Historia del Derecho
Internacional, desde la antigüedad hasta 1917, Editorial de Ciencias Sociales,
La Habana, 1985, p. 149.
2 Carlos Manuel de Céspedes: “Carta al señor Charles
Summer Wells, presidente de la Comisión de Relaciones Exteriores del Senado de
los Estados Unidos”, en Hortensia Pichardo, “Morir todos o ser independientes”,
Revista Bohemia, 5 de febrero de 1993, p. 64.
3 Carlos Manuel de Céspedes: “Carta a José M. Mestre”,
en Fernando Portuondo y Hortensia Pichardo, Carlos Manuel de Céspedes.
Escritos, t. 1, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1974, p. 84.
4 José Martí: “Carta a Manuel Mercado”, Obras Escogidas,
t. 3, Editora Política, La Habana, 1981, p. 577.
5 Francisca López, Oscar Loyola y Arnaldo Silva: Cuba y
su historia, Editorial Félix Varela, La Habana, 2004, p. 121.
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